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  Por el libro
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30 de abril de 2009

Chron

Si tiene hijos a punto de terminar la escuela secundaria, su próxima vacación difícilmente sea en Europa o algún otro sitio atractivo. Lo más probable es que termine haciendo el Gran Recorrido de las Universidades.

En lugar de museos y cafés en Londres o Roma, o de playas caribeñas, recorrerá patios, dormitorios y comedores desde la Universidad Estatal de San Diego, en el sudoeste, hasta la de Maine, en el noroeste del país. En vez de calcular el cambio a euros, tratará de comprender la importancia de los promedios de notas, las Pruebas de Aptitud Académica (SAT, en inglés) y de asimilar el gasto más grande en que incurrirá en su vida, con excepción del de la compra de una casa: el precio de la matrícula.

El costo y la admisión, un tortuoso trámite en el que inciden las notas de la secundaria, las actividades extracurriculares y un ensayo escrito por el estudiante, son tan solo algunos aspectos del proceso. Otro igualmente complejo es elegir la universidad a la que uno va a ir. Esa decisión conlleva rigurosos análisis de lo que ofrece cada universidad y visitas a las instituciones que uno está considerando.

Si usted fue a la universidad por allá por el siglo XX, probablemente se pregunte cómo fue que este proceso se tornó tan complicado y por qué requiere un esfuerzo tan grande de los padres. Cuando yo iba a la escuela secundaria, yo misma solicité la admisión a una universidad. Me admitieron y eso fue todo. Vi por primera vez las instalaciones el día que me mudé a sus dormitorios, llevando conmigo mis álbums, reunidos en un cajón de leche. Dudo que hoy me admitirían: La única evidencia que suministré de actividades extracurriculares fue una recomendación de una vecina. "A quien corresponda", escribió la vecina a mano. "Beth es muy buena cuidando niños. Sinceramente, Sra. Beitchman".

Mi hijo mayor está en el penúltimo año de la secundaria, por lo que nos pasamos el receso de Pascua en la carretera New York State Thruway, visitando universidades en sitios como Syracuse y Albany. Fue algo divertido. Las universidades eligen a los chicos más agradables y entradores para dirigir las visitas, el tipo de muchachos que hacen que uno se sienta afortunado de tener la oportunidad de estar en el comedor, pasear por la biblioteca o ver camas sin hacer en los dormitorios de los estudiantes.

Después de un rato, una siente que en todos lados le dicen lo mismo. Cuando el guía le pide que adivine cual es la clase más grande, pruebe Psicología 101. Probablemente acierte. Si la universidad tiene equipos deportivos, seguramente le contarán lo emocionante que son los momentos previos a un partido. Si se encuentra en una colina donde nieva, le dirán que en invierno los estudiantes toman prestadas bandejas del comedor para deslizarse por las pendientes. Si el guía trata de impresionarte preguntándote cuántos libros crees que hay en la biblioteca, respóndele preguntando cuándo fue la última vez que sacó un libro.

¿Hasta qué punto sirven estas visitas para decidir si la universidad es buena para su hijo? Eso no me queda claro. Hemos visitado siete (todavía tenemos cinco más por delante) y todavía no he visto a nadie dictando una clase. (Algunas universidades permiten a un interesado observar una clase, pero esa es la excepción, no la norma, ya que decenas de personas visitan las instalaciones a diario y sería imposible admitirlas a todas en las clases).

De todos modos, después de dos horas en un campus, su hijo cree saber si ese es el lugar indicado para pasar cuatro años de su vida. Para los padres, las razones por las que le parece buena o mala una institución son tal vez un poco arbitrarias. Ellen Hirzy, de Washington, dijo que cuando visitó universidades con su hijo, la presencia de Pepsi o Windows era "lapidaria. Coca Cola y Mac, en cambio, era perfecto".

Su hijo descartó una universidad de su lista después de que otros muchachos que participaron en una sesión informativa dijeron que querían estudiar economía. En otra casa de estudios, se entusiasmó cuando vio "edificios de dormitorios con varias bicicletas estacionadas al frente", indicó Hirzy. "Se dio cuenta de que podía llevar su bicicleta y eso le agradó mucho".

Hirzy recordó que cuando su hijastra visitó universidades, "prácticamente se negó a bajar del auto en la Universidad de Misurí-Columbia porque le pareció demasiado grande". Finalmente aceptó ir a la oficina de admisiones, pero se fue del lugar sin hacer el recorrido. Esa universidad, sin embargo, resultó una buena elección para su hijo, quien cursa estudios allí.

"Cuando Will era chiquito, tenía una forma rara de caminar, dando pequeños saltitos con cada paso", dijo Hirzy. "Después de la presentación de la cátedra de periodismo en la Universidad de Misurí, vi que dio esos saltitos y de inmediato supe que ése era el lugar para él. Es muy feliz allí".

En su opinión, las visitas guiadas de las universidades, a pesar de todas sus fallas, funcionan.

"Al margen de la bicicleta, la Coca Cola, las preferencias en el comedor, creo firmemente en ellas", afirmó.