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  Estirando el chavito
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 / Foto por: Samandayfernando.net

El Nuevo Dia

Detenerse por un rato frente a la entrada del supermercado. Observar el entra y sale. El rostro de la gente, lo que llevan en el carrito o colgando de las manos. Es un ejercicio que uno nunca hace. Pero si llega a hacerlo, si se detiene allí, y encima puede hablarles, preguntarle cosas, mirarle a los ojos, encuentra tantas similitudes que parece que se pusieron todos más o menos de acuerdo para decidir qué contar.

Pero no es así, no se han puesto de acuerdo. Lo que ocurre es que están todos, en mayor o menor grado, azotados por la crisis económica y los aumentos en la gasolina, la luz, el agua, la leche y otros muchos artículos comunes.

El asunto es que hoy, con el dinero que haya, los clientes llegan al supermercado porque si hay una cosa que todo el mundo tiene que hacer es comer. Decidir qué comprar, cuánto comprar, de qué calidad, eso son otros $20 pesos. Eso sí marca diferencias entre todas esas siluetas que cargan bolsas o empujan carritos.

Unos agarran de inmediato el shopper y no lo sueltan pues vigilan cada numerito que aparece en la caja registradora y asegurar así el ahorro prometido. Cada centavo cuenta. Si las habichuelas o el azúcar están en especial se puede comprar más de una lata o paquete. Se suma y se resta a ver si el peso rinde un poco más.

Hay quien va pasando los artículos como en orden de prioridad y de momento suelta un “¿cuánto llevo?”. No vaya a ser que la caja de galletas o la botella de detergente eleve demasiado el total. Una señora, en efecto, retira unos cuantos artículos. No le da para pagar.

El simple hecho de estar o no estar en el supermercado también da pistas de cómo ha cambiado la vida de algunos. Es día feriado y está soleado. “Qué mañana bella”, suspira una mujer a su compañero mientras caminan a buscar el auto. Unos cuantos años atrás, quizás ella y su acompañante no estarían comprando cosas en el supermercado como un día cualquiera sino vacacionando en algún otro lugar.

Juan López, otro hombre que va también camino al carro, está seguro de que hoy no andaría por estos lares. En lugar de estar cargando con el hielo, las dos libras de pan, el queso y el jamón para hacer sándwiches que se llevaría a la playa para pasar el rato junto a sus dos hijos estaría al menos en algún parador fuera de la zona metropolitana. Pero no hay chavos para eso.

“Hay que cortar gastos. Usualmente yo me voy de viaje o de parador y hoy estoy yendo a la playa y virando. No nos quedamos en ningún lado. Culturamente, a uno le gusta su patria pero a veces coger un avión es más barato que quedarse aquí”, lamenta.

Hasta un sencillo día de playa sale caro, bastante más caro que hace unos añitos, asegura. El estacionamiento que antes pagaba a dos o tres pesos hoy cuesta entre 5 y 7. La gasolina está casi a peso por litro y del aumento en precios ni la comida rápida se salva, pues para él, quien compra también para dos hijos de 14 y 18 años que “comen como es” el gasto es considerable.

Las personas siguen entrando y saliendo del supermercado. Cuentan su batalla con el dinero y es común que encojan los hombros. Hay una conformidad, una impotencia de la cual todos parecen haber caído presos. Más de uno invoca o agradece a Dios porque de alguna manera dicen que les ayuda a encontrar la forma de estirar el peso.

“Lo que se necesite hay que comprarlo”, afirma una señora que no quiso decir su nombre.

Otra mujer, de 82 años, llegó al supermercado en un taxi porque no puede guiar. Afirma que con los cupones muchas veces no le da, así es que tiene que completar con el poco dinero que tiene en su cuenta bancaria.

“Cuando están las cosas en especial compro más y las guardo”, dice quien se mantiene con ayudas del gobierno y la pensión de viuda.

“Mi marido murió. Dios lo tenga donde no se moje. Me dejó para pagar la renta, porque yo pago $400. Y como yo estoy con Cristo, Cristo me da la mano también. Eso no falla”, dice sonreída, a pesar de que el chofer le ha aumentado $2.00 a la tarifa de viaje.

“La gente ya está de acuerdo”, indica Víctor Ramírez, quien a sus 70 años sigue trabajando como chofer.

“El gobierno no sirve. Está abusando del pueblo y de la gente”, apunta. No hay remedio.

Hay quienes mantienen la esperanza de un golpe de suerte. Algo así como un premio de la lotería. Invierten unos cuantos pesitos en eso.

“A ver si me pego”, dice Félix Rafael Rivera mientras agita los billetes antes de guardarlos y esperar mejor fortuna.

No es el único. Después de comprar pan, leche, café y otros alimentos son muchos los que se detienen y esperan lo mismo. En eso también parecen haberse puesto de acuerdo.